En esta vida he conocido a personas verdaderamente sorprendentes. Gente capaz de hacer añicos –para bien o para mal- elementos que parecían consustanciales a su condición. Individuos a los que se les puede definir con parejas de términos presuntamente contradictorios y excluyentes. Así, por ejemplo, podría dar nombre y apellidos de un banquero honrado, de un profesor inculto, de un guardia civil simpático o de un periodista mentiroso. Conozco casos de médicos con buena letra, bomberos pirómanos, funcionarios trabajadores, incluso de informáticos que se sabían explicar. Hasta hay quien me asegura de la existencia de taxistas que te llevan por el camino más corto. Me lo creo. Y lo hago porque en esta extraña vida me he topado con socialistas acomodados, con liberales intervencionistas, con comunistas individualistas y hasta con fascistas inteligentes. En mis viajes conversé con andaluces sosos, catalanes generosos y, creo recordar, con algún argentino modesto. Hay testimonios de católicos depravados, de pacifistas belicosos y de crápulas con moral. Fuera del dominio del hombre el reino animal presenta casos de gatos fieles y perros egoístas capaces de tirar por la borda la fábula del escorpión y la rana.
Sin embargo, lo que nunca he conocido, de lo que jamás nadie me ha hablado, de aquello que creo que no hay constancia en ningún lugar debido a la imposibilidad de testimonio oral, escrito o siquiera imaginado que lo recoja es de la existencia de un hortera al que no le guste Eurovisión.
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